Pocas esferas no se han visto alteradas de algún modo como consecuencia de la situación de excepcionalidad en la que vivimos estos días ante la COVID-19, particularmente desde que se decretara el estado de alarma mediante el Real Decreto 463/2020 de 14 de marzo. Si bien este régimen jurídico, acerca de cuya oportunidad y concreción formal y material mucho se sigue discutiendo, no implica la derogación de los Derechos Fundamentales, es cierto que, de facto, su aplicación está incidiendo gravemente en algunos de ellos. Entre los afectados, sin embargo, no debiera encontrarse la libertad de expresión, cuyo ámbito es el mismo antes y después del estado de alarma, y que tampoco debiera verse afectada por restricciones relacionadas con la movilidad derivadas de la voluntad de evitar concentraciones de personas. Aparte de una referencia en el artículo 19 del citado decreto a la obligación de los medios de comunicación a insertar mensajes necesarios, que en sí no es una restricción de la libertad de expresión, la única situación potencialmente limitada es la de expresarse ante un grupo de personas en un lugar público. Aquí es más el derecho de reunión el afectado que la libertad de expresión, pues Internet nos permite seguir haciéndolo sin impedimento.
Y así es como debe ser, por otra parte. Si la libertad de expresión es siempre un pilar esencial de la democracia que hay que cuidar y salvaguardar activamente, aún lo es más en una situación de excepcionalidad como esta, en la que la ciudadanía depende especialmente de los medios de comunicación para mantenerse informada. Cuestión distinta es que la libertad de expresión esté sometida a límites, pero estos deben seguir siendo interpretados restrictivamente dada la importancia de este derecho cuando se trata de la expresión de ideas que configuran la crítica política y el actuar en democracia.
Si algo ha crecido estos días es la expresión pública de ideas, especialmente a través de las redes sociales, convertidas desde hace mucho tiempo en el principal lugar de expresión de las mismas: una nueva plaza pública en la que el mensaje queda fijado en el espacio y el tiempo. Su importancia, ahora que las plazas y los parques han dejado de ser «públicos», es aún mayor, y por eso los poderes públicos no sólo deben restringir al máximo sus intromisiones a lo legalmente previsto, sino también asegurar que esos medios que hoy en día tienen el poder fáctico de impedir la expresión de ideas al aplicar sus reglas de contenido, actúen de forma transparente y sin coartar ideas y visiones, por mucho que puedan resultar molestas, que configuran el debate político y no disponen de otros medios para ser expresadas.
Al crecer las expresiones en redes sociales también han aumentado las de mal gusto. Y también proliferan las mentiras, las medias verdades, las descontextualizaciones y manipulaciones, realidades unidas por la falsedad que encuadramos, de forma algo simplista, en el concepto «fake news» o en el, quizás más acertado, desinformación. Respecto al mal gusto conviene no confundirlo con la incitación al odio contra grupos o colectivos discriminados o con la injuria, la calumnia, o el enaltecimiento del terrorismo o la humillación a sus víctimas, que sí pueden dar lugar a una respuesta penal y no están amparadas por la libertad de expresión. Este límite no ha cambiado por el estado de alarma, y sólo cuando efectivamente alguna expresión de este tipo sea grave y colme los elementos de los respectivos tipos penales, podrá entenderse que se excede el derecho y se llega al delito. Quizás el mayor uso de estos medios o la frustración del encierro pueda haber aumentado la prevalencia de estas infracciones, pero lo que no aumenta es el ámbito de prohibición penal que ya de por sí es amplio y que de hecho debiéramos aprovechar para repensar, en el sentido de restringirlo.
En cuanto a la desinformación la situación es distinta pero la reflexión debe ser similar. Cambridge Analytica y otros eventos recientes demuestran que nos encontramos ante una problemática seria que puede poner en peligro la democracia tal y como la conocemos. Si al poder de la desinformación y a la capacidad del uso de las redes sociales para manipular a las personas unimos nuestra propia debilidad a la hora de resguardar la privacidad y a ello el potencial uso de herramientas de IA, parece claro que más pronto o más tarde tendrá que afrontarse la regulación de este fenómeno. Pero ¿cómo debe esto hacerse? ¿con qué rama del Ordenamiento Jurídico debe darse respuesta, y de qué modo para no limitar la libertad de expresión?
Lo que es difícilmente discutible es que ahora mismo no hay una regulación jurídica adecuada y que no debe abusarse de lo que hay. A finales de febrero la Fiscalía de Barcelona presentó la primera querella contra una mujer por tuitear un vídeo falso sobre MENAS. La imputación es por delito de odio, y es posible que tenga éxito dada la amplitud del tipo y la particularidad del caso. Absurda parece en cambio la detención por delito de odio de un hombre que, en una extraña y discutible broma, publicó un vídeo a través de Twitter en el que afirmaba haberse trasladado de Madrid a Torrevieja para contagiar a los residentes en Torrevieja. Se ha aducido la posibilidad de sancionar algunos de los bulos que circulan por Internet por medio del artículo 561 del Código Penal, pero parece difícil que alguna simulación realizada por internet de una situación de peligro llegue efectivamente a provocar «la movilización de los servicios de policía, asistencia o salvamento», tal y como exige el tipo.
Más que monitorizar las redes sociales para comprobar discursos peligrosos o delictivos y campañas de desinformación, el gobierno debe asumir lo que afirma cuando señala que la crítica enriquece y fortalece y es base del Estado de Derecho. La pandemia no ha modificado, en naturaleza o en impacto, ni las ofensas ni las mentiras; sí ha puesto de relieve la importancia de la información veraz y libre, la relevancia del contexto, lo crucial que es la capacidad crítica del receptor. Es papel de todos, pero de algunos más, defender la libertad de expresión, y por eso tendremos que tomarnos pronto en serio la regulación de la desinformación. Pero con cautela, al fin y al cabo dejar la decisión de qué es desinformación y qué no lo es en manos del Estado puede ser tan peligroso como no regularlo y dejarlo en las discutibles manos de quien está ahora, grandes multinacionales de la comunicación social.
Artículo publicado en la Guía de la Sección de Derechos Humanos, que forma parte de las Guías sectoriales Covid-19 elaboradas desde las Secciones del ICAM.
Otros artículos incluidos en esta guía son:
Estado de alarma y derechos fundamentales, por Miguel Ángel Presno Linera.
La libre circulación de personas ante la crisis del COVID-19, por Carlos Brito Siso.
¿Puede calificarse como delito de desobediencia grave a la autoridad (art. 556.1 del código penal) el mero incumplimiento de la prohibición de circular por las vías públicas durante el período de confinamiento?, por Jacobo Dopico Gómez-Aller.
Crisis sanitarias y seguridad humana, por Carmen Pérez González.
Derecho a la protección de la salud y exclusión sanitaria ante la emergencia del COVID-19, por Manuel Maroto Calatayud.
Prisiones, derechos y COVID-19, por Xabier Etxebarria Zarrabeitia.
Acceso a la Justicia ante la crisis del COVID-19, por Sandra González de Lara Mingo.
La emergencia sanitaria y social del COVID-19 y el artículo 128 de la Constitución, por Luis Arroyo Jiménez.
El derecho de asilo ante la crisis del COVID-19, por Paloma Favieres Ruiz.
Las víctimas de trata de seres humanos ante la crisis del COVID-19, por Margarita Valle Mariscal de Gante.
Los centros de internamiento de extranjeros ante la situación del COVID-19, por Patricia Orejudo Prieto de Los Mozos.
COVID-19. «Elige solo una maestra: la naturaleza», por Ascensión García Ruiz.
El derecho a la vivienda ante la crisis del COVID-19, por Alejandra Jacinto Uranga.