La verdad, no sé muy bien cómo empezó todo este juego y cómo llegué a involucrarme en él, pero lo cierto es que a veces entras en una vorágine implacable y simplemente, la situación te lleva y no eres objetivo con la realidad que se presenta.
Me notificaron la fecha de juicio de un tema que tenía pendiente, para dentro de dos meses. Se trataba de un procedimiento arduo y farragoso, no por el procedimiento en sí, sino por la característica especial que tenía mi cliente. Era un loco de atar. Le habían diagnosticado esquizofrenia indiferenciada, que es el cajón de sastre de las esquizofrenias, ya que no tenía una característica propia. Recuerdo que, según me contó la policía y así estaba plasmado en el informe policial, cuando los agentes se dispusieron a detenerlo cuando lo pillaron in fraganti rompiendo la ventanilla de un coche para robar lo que había dentro, comenzó a agredir a dichos agentes como si estuviera poseído, gritando de forma ininteligible, con los ojos desorbitados. Tuvieron que ejercer la fuerza necesaria para reducirlo, y aún así, les costó. Antes de llevarlo a comisaría, le acercaron al hospital de la ciudad para que los médicos lo valoraran, y quedó ingresado en la unidad de psiquiatría. Allí le diagnosticaron esta enfermedad, que quedó corroborada por el informe médico forense posterior.
El atestado policial junto con el parte médico, en este caso, lo remitieron al juzgado que estaba de guardia en ese momento para que el juez lo valorara, y se decidió a tomarle declaración en el mismo hospital, así que me llamaron de la guardia para ir al juzgado a instruirme del procedimiento. Me dejaron el expediente para echarle un vistazo, y observé que mi cliente estaba indocumentado, la policía no pudo saber cómo se llamaba ni dónde vivía. Una vez me hube documentado del caso, me reuní con el juez y la fiscal para plantear lo que se podía hacer con el detenido. La fiscal pediría, como medida de seguridad, el internamiento en un centro psiquiátrico. Quedamos en que yo intentaría averiguar en mi entrevista previa con él si tuviera algún familiar o amigo que pudiera hacerse cargo, y siempre que mi cliente me diera autorización a comunicarlo al juzgado, el juez acordaría que se quedara bajo su tutela mientras durara el procedimiento. Asimismo, se le haría la reseña policial una vez le dieran de alta.
Me acerqué al hospital y me dirigí a la habitación donde estaba ingresado. Enseñé mi carnet profesional al policía que estaba en la puerta y entré. Vi a mi cliente postrado en la cama y me acerqué a él. Era un hombre de unos cuarenta años, bien parecido y que, a mi entender, no tenía pinta de enfermo mental, quizá porque estaba sedado hasta las orejas. Intenté hablar con él, y ya estaba más tranquilo. Le pregunté por el supuesto robo y me dijo que no se acordaba de nada. Me dijo que se llamaba Javier, o Carlos, o Jacinto, parecía que me estaba tomando el pelo, pero lo achaqué a la enfermedad. Me comentó que tenía un amigo, Esteban, que se podría hacer cargo de él, y me facilitó su número de teléfono, que sabía de memoria. En su hablar sí se notaba que estaba desequilibrado, y la verdad es que me dio pena. No sé cómo llegó a esta situación. Esperaba que su amigo me despejara algunas dudas. Me permitió comunicarlo al juzgado, desde donde llamarían al supuesto amigo para que se acercara.
Del juzgado tardarían una hora por lo menos en venir, para tomar declaración a Javier, Carlos o Jacinto, y yo me fui a tomar café al bar del hospital. Como el juzgado tenía mi teléfono, me llamarían cuando llegaran.
A la media hora, se me acercó un hombre bien vestido, también cuarentón y me preguntó si yo era el abogado de su amigo. Le invité a sentarse y me comentó:
– Soy Esteban, el amigo de Pedro -así se llamaba-. Me han llamado del juzgado y me dijeron que preguntara por usted aquí en el hospital.
Le expliqué la situación de Pedro y le pedí que me contara lo que sabía.
– Si, su situación es delicada – me dijo -. Hace unos años sufrió una tragedia familiar: su mujer y su hija murieron en un accidente y desde entonces, algo en su mente pasó, se le fundió un fusible y todo cambió. Tenía un buen trabajo, un buen sueldo, una buena casa, y perdió todo. Ha estado dando tumbos de aquí para allá y así ha acabado. No tiene padres ni hermanos, y ningún familiar que yo conozca.
Me dijo que no tenía ningún inconveniente en hacerse cargo de él. Eran amigos desde la infancia y siempre tuvieron el sueño de formar una empresa juntos, pero todo se truncó. Me dio sus datos y los de mi cliente, y en esto que me llamaron los del juzgado, que ya estaban arriba para proceder a tomar declaración al detenido.
Subimos, y allí estaban el juez, la fiscal, el secretario judicial (ahora, letrado de la administración), y un oficial. No sacamos nada en claro, ya que repitió que no se acordaba de nada. El Juez le comunicó que podría estar imputado por un delito de robo con violencia en las cosas y atentado a la autoridad policial, a así se quedó. Cuando le dieron el alta, Esteban se hizo cargo de Pedro, y yo estuve comunicándome con él para notificarle lo que iba sucediendo en el procedimiento. También él me comunicaba que Pedro estaba tranquilo, con algunos brotes de vez en cuando, pero que estaba normalizado con la medicación. Yo tenía claro que le iban a absolver por una eximente completa por anomalía o alteración psíquica, y así lo corroboraban los informes policiales y médicos, todo se encaminaba a esa situación.
El día del juicio, se encontraban todos los testigos, los solicitados por el Ministerio Fiscal y lo solicitados por mí. Yo solicité también como testigo a Esteban, que era el que mejor conocía a mi cliente y podría dar más luz a su situación personal, aparte del médico forense, médico del hospital, policías, etc.
Cuando declaró mi cliente, fue un espectáculo:
– Pero, ¿no las ven? Las “pisquillas” no me dejan en paz, ellas son las culpables. ¡Quiero que me libren de ellas, no puedo con ellas!
A cualquier pregunta salía con las dichosas “pisquillas”. Tenía las facciones desencajadas y los ojos desorbitados, con la mirada perdida, y el juez dejó de preguntar, ya tenía claro el asunto. El Ministerio Fiscal, a la vista de lo ocurrido, no hizo preguntas y yo tampoco. Posteriormente, el médico forense corroboró el informe, al igual que el médico del hospital, y los policías declararon tal y como esperaba. Esteban fue el último en declarar y explicó lo que me contó en su día. “La desesperación lo hizo frágil de mente y sucumbió a la locura” terminó.
La sentencia no se hizo esperar, a la semana siguiente me la notificaron. Mi cliente era culpable de los delitos cometidos pero le eximían de toda responsabilidad por enajenación mental, por lo que no le condenaban a ningún tipo de pena, simplemente que debía seguir el tratamiento médico adecuado, y cada cierto tiempo el médico forense le valoraría. Llamé a Esteban y se lo comuniqué. Me dio las gracias y quedamos en que se comunicaría conmigo ya que quería regular la situación de su amigo, pero pasó el tiempo y no me llamó.
Al cabo de unos seis meses, una mañana llegué al despacho y mi secretaria me comunicó que había llegado un sobre certificado bastante abultado a mi nombre que había dejado en mi mesa. Me senté, lo observé y lo abrí. Dentro había un paquete donde estaba escrito “Mis disculpas, abogado”. Rompí el papel que lo envolvía y descubrí un fajo de billetes de cincuenta euros, cincuenta mil en total. No daba crédito a lo que veía. Estuve mirándolo un rato y descubrí que dentro del sobre había una carta. La leí y me quedé de piedra, no podía creer lo que tenía en mis manos. Una vez me hube tranquilizado, me sonreí y pensé, “qué cabrón”. La carta decía así:
Estimado letrado:
Soy Pedro, y como habrá podido comprobar todo ha sido una farsa orquestada por mí, con ayuda de mi amigo Esteban. Intuirá que nuestros nombres son falsos, al igual que los datos personales que facilitamos al juzgado, no fue difícil conseguirlo. Igualmente sospechará que estamos fuera del país y que nadie nos encontrará. No nos va mal. Hemos empezado una vida nueva y tenemos una empresa que va viento en popa, lo que siempre soñamos, no le daré más detalles.
Le voy a contar una historia: Yo estaba casado con una mujer maravillosa, y teníamos una niña que era lo que más quería en el mundo. Yo era un empresario bastante solvente. Vivíamos en una casa a las afueras donde éramos muy felices. Un día que estaba fuera, en viaje de negocios, me llamó la policía y me dijeron que fuera lo antes posible, sin darme más explicaciones. Cogí inmediatamente un vuelo y llegué a comisaría donde me explicaron que el día anterior, un hombre había entrado en mi casa y había atacado a mi familia. El motivo no estaba muy claro al principio pero se determinó que fue por robo. No sabían cómo decírmelo, pero mi mujer y mi hija fueron asesinadas. En ese momento me hundí al pensar que ya no las volvería a ver más. El supuesto asesino salió de rositas, le declararon incapaz ya que, según las pruebas, tenía una esquizofrenia y se demostró que en el momento de los hechos tenía las facultades cognitivas totalmente mermadas y no era consciente de lo que hacía, a pesar del ensañamiento con que se produjeron las muertes. A la salida del juzgado nos cruzamos las miradas y la suya no era la de un loco, sonrió y me susurró “jódete, pijo de mierda”. Sólo yo lo escuché y me fui por él como un loco, con la intención de estrangularlo, y lo hubiera matado si no me agarran los policías que allí se encontraban custodiando al asesino. Quise dedicarme a encontrarlo para vengarme, pero no llegué a tiempo. Al poco de salir del frenopático donde le internaron le mataron en una reyerta, era la crónica de una muerte anunciada. Terminé en una residencia psiquiátrica por depresión profunda, no quería vivir, y me adentré en un mundo oscuro donde todo era una pesadilla. Poco a poco, fui recuperándome, también gracias a “Esteban”, que no falló ni un día de visita. Entonces me hice amigo de un paciente de allí, esquizofrénico, y empecé a observar su conducta y forma de actuar, y entonces, es cuando ideé mi plan. Le estudié a fondo: sus tics, su lenguaje, su expresión corporal, cuándo tenía sus ataques, cómo reaccionaba a la medicación y qué pastillas se tomaba para paliar los brotes de la enfermedad.
Estudié bien la esquizofrenia con los libros que leía en la biblioteca del centro, y por supuesto, me empapé bien el Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Observé que era relativamente fácil engañar a un médico, ya que actúan según protocolo, y éste era fácil de seguir. Cuando me dieron el alta, Esteban se confabuló conmigo para poner en marcha el plan. Empezamos a ensayar, como unos actores que preparan su obra de teatro, y todo debía salir perfecto. Cuando todo estaba preparado, salí a la calle a pasear, y cuando pasó una patrulla de policía vi la posibilidad del estrenar la obra que habíamos ensayado. Golpeé el cristal de un coche que estaba allí, y todo lo demás es lo que ya conoce. ¡Ooooh!, ¡el público ha quedado anonadado y aplaude sin cesar la representación! El estreno ha sido todo un éxito.
Lo que he tratado de demostrar es que el sistema judicial no es perfecto y muchas veces falla como una escopeta de feria. Se deben cambiar muchas cosas, porque cualquier psicópata asesino puede salir absuelto por un fallo judicial. No echo la culpa a los jueces, ni a los fiscales, ni a los abogados, ni a la policía. Falla el sistema, y no sé cómo, pero debe cambiar. Yo he puesto mi granito de arena para demostrarlo.
Hágame un último favor, abogado. Haga un escrito al juzgado aportando esta carta para que vean y reconozcan que se equivocaron, y me dejaron libre, a alguien que es culpable. Y quiero que sepan que usted no tiene ninguna responsabilidad, usted ha sido otra víctima de mi plan maquiavélico, un peón a mi servicio sin usted saberlo, y por eso le pido disculpas.
Un saludo, y siempre suyo.
“Pedro”
“Lo que la verdad esconde”: Película distribuida por DreamWorks y 20th Century-Fox.
Relato publicado previamente en el blog “Crónicas de un Abogado de Oficio, Ficciones de la vida real, de la Asesoría Agemfis