Os transcribo una historia que me contó mi compañera Belén, un relato que me puso los pelos de punta y, supongo, que a vosotros también cuando lo leáis.
—¿Qué hago, Belén? —me preguntó Francisco.
—Yo entraría a juicio, pero la última respuesta la tienes tú —contesté.
Durante los más de quince años de ejercicio como abogada de oficio, he vivido muchas anécdotas, unas buenas y otras malas, situaciones kafkianas, de risa, de locos, de miedo, de amor, pero sin duda la que más me impactó fue una que viví de una manera muy intensa.
La historia comenzó un 15 de marzo de 2010. Estando de guardia, me llamaron para asistir a un detenido en la Comisaría Alcalá de Henares por un presunto delito de robo con fuerza.
El protocolo de actuación para declarar en las comisarías por aquel entonces era el siguiente: llegabas a comisaría y cuando te hacían pasar para tomar declaración al detenido, tan solo podrías cruzar dos palabras con tu cliente para presentarte y automáticamente, comenzaba la declaración. Primero le leían nuevamente los derechos en presencia de su abogado, y justo después, empezaba la declaración, por lo que no podías tener una entrevista previa antes de que declarase, situación esta que dejaba bastante desprotegido al detenido, ya que si era primerizo y no sabía de qué iba el tema, cuando le terminaban de leer los derechos y le preguntaban que si deseaba declarar, podía caer en la tentación de hacerlo, pudiéndole poner en una situación de vulnerabilidad, ya que nosotros como letrados, en esos casos, lo mejor es mantener la boquita cerrada y no realizar ninguna pregunta para no meter la pata. Una recomendación que un día nos dio un catedrático de penal fue: «nunca preguntes a tu cliente si no sabes cuál va a ser su respuesta», y qué razón tenía aquel profesor. Yo he visto a compañeros meterse en charcos de ese tipo que empezaban a preguntar a su cliente sin haber hablado antes con él, obteniendo como resultado una declaración totalmente incriminatoria. Pero bueno, eso no viene al caso, que me voy por las ramas contando mis batallitas.
El cliente no declaró allí. Me contó a grosso modo lo que ocurrió y le comenté que tenía que echar un vistazo al expediente en el juzgado, por lo que pasó la noche en calabozos y al día siguiente pasó a disposición judicial.
Cuando llegué al juzgado a la mañana siguiente y una vez vi todo el expediente, me entrevisté con el cliente y me contó de nuevo lo sucedido. Él trabajaba para una empresa de seguridad la cual arreglaban los cajeros automáticos del banco, y ese día tenía que hacer un ingreso en uno para poder pagar un recibo que pasarían al día siguiente. Que como el aceptador de billetes estaba estropeado, lo que hizo fue arreglarlo para poder ingresar el dinero, y cuando se disponía a realizar la operación, le detuvo la policía.
Al parecer durante los meses de noviembre y diciembre del año 2009 se habían estado realizando sustracciones del cajero donde se realizaban los ingresos, y según ponía de manifiesto la policía, el modus operandi (la forma en la procedía el caco para robar) era manipular el módulo de ingresos del cajero automático, colocando algún tipo de dispositivo en el cual se almacena el dinero ingresado por los clientes, para posteriormente regresar para sustraerlo. El banco ya había puesto denuncias desde el mes de diciembre de 2009, pero no se había podido coger al ladrón.
Esto mismo que me contó a mí de forma reservada se lo contó al juez y al salir, le expliqué el procedimiento, que yo tenía que pedir una serie de pruebas a su señoría, para poder esclarecer los hechos y que hasta que saliera el juicio tardaría por lo menos unos años, pero que ya le iría informando.
Una vez que se acabó la fase de instrucción y se practicaron todas las pruebas solicitadas, tanto el Ministerio Fiscal como la acusación particular presentaron sendos escritos de acusación en los cuales solicitaban que se le condenara a mi cliente, como autor de un delito continuado de robo con fuerza en las cosas de los artículos 237, 238.4 y 239.2 del Código Penal, a la pena de tres años de prisión y a una responsabilidad civil de once mil ciento ochenta euros.
Hablé con mi cliente y le expliqué lo que habían pedido tanto el fiscal como la acusación particular (el banco), pero que yo creía en su inocencia y que después de analizar minuciosamente todo el expediente, veía factible su defensa.
Efectivamente, nos citaron para juicio el día 31 de marzo de 2016. Ese día, yo viví uno de los momentos más difíciles de mi vida profesional y ahora entenderéis el porqué.
Quedaban unos quince minutos para que nos tocara entrar a juicio. El juzgado iba con retraso (cosa que sucede día sí y día también). Llevábamos esperando más de dos horas y yo estaba hablando con mi cliente explicándole las dos posibilidades que teníamos:
1.- Entrar a juicio para defender su inocencia y que saliera absuelto, situación esta que yo veía muy viable, ya que las pruebas incriminatorias que habían eran muy débiles y se podrían desvirtuar.
2.- O la posibilidad de entrar a negociar con el fiscal para poder llegar a una conformidad, ya que había estado hablando con la acusación particular y aceptaba la conformidad siempre y cuando se abonara la responsabilidad civil de los once mil ciento ochenta euros (la conformidad implica reconocer los hechos sin entrar a juicio y beneficiándose de una rebaja en la pena en un tercio). Además, podría alegar las dilaciones indebidas (atenuante por haberse prolongado en el tiempo, normalmente entre un año y medio y dos años) y que seguramente podría conseguirle que le impusieran una pena inferior a dos años, que al ser delincuente primario (el que delinque por primera vez), y no tener antecedentes penales, pagando la responsabilidad civil que le impusieran, con toda seguridad se suspendería la pena y no ingresaría en prisión.
La conformidad, en muchos casos, es el mejor de los males, si no tienes antecedentes penales y es la primera vez que cometes un delito, ya que, sobre todo en los casos en los que te piden más de dos años, prácticamente te aseguras que no vas a entrar en prisión.
Fueron momentos difíciles. Francisco quería entrar a juicio para demostrar su inocencia. Me repetía una y otra vez: «Belén, yo no lo he hecho, no lo he hecho, no me he llevado nada, tan solo quise arreglar el cajero para ingresar el dinero para pagar mis deudas, yo no lo he hecho, no lo he hecho». Yo le decía: «pues entonces no te lo pienses más. Si no quieres conformar, entramos a juicio y ya está, sabes que yo quiero entrar a defender tu inocencia, pues no solo te creo a ti, sino que las pruebas que hay son muy débiles».
Entonces, de repente me miró y me preguntó:
—Si entramos a juicio, ¿tú me puedes asegurar cien por cien que no voy a salir condenado?
—No, ni yo ni nadie te puede asegurar que saldrá de este juicio. Mojándome, te puedo decir que tienes un ochenta por ciento de posibilidades de que salgas absuelto.
—Belén, no hay duda, aunque hubiera solo un uno por ciento de posibilidad de que saliera condenado, no puedo permitirme ir a la cárcel.
Ante aquella respuesta, entré junto con mi compañero a hablar con el fiscal y después de una larga negociación para que me apreciase la atenuante de dilaciones indebidas, así como que me ajustase la indemnización pedida por la acusación, que nos querían meter todos los robos que habían cometido muchos meses atrás y de los cuales no había ninguna prueba incriminatoria, ya que entendíamos que parte de ella no estaba dentro del período por el que se le estaba acusando a mi cliente, conseguí que se le quedará la pena en tan sólo 6 meses de prisión con una indemnización al banco de cinco mil trescientos noventa euros.
Salí a hablar con mi cliente y le conté lo que había conseguido negociar con el fiscal y que tan solo le pedían seis meses de prisión. En otra circunstancia habría estado contenta por salir a informar a mi cliente la gran propuesta del fiscal que había conseguido, pero en esta ocasión, se lo contaba sin ganas, porque lo que realmente yo quería era entrar a defender su inocencia, pero entendía que quien se jugaba la cárcel era él y no yo.
Transcurrió un buen rato sin articular palabra y yo le dije:
—¿Qué pasa Francisco?
—¡No lo he hecho, no lo he hecho! Me va a costar reconocer los hechos. Es muy duro admitir que has hecho algo cuando eres inocente —me dijo entre lágrimas. Ver a un hombre de un metro noventa, sesenta años, bien parecido, pelo y barba canosos, correcto, educado, totalmente derrumbado, me costaba aguantar emocionalmente la situación, pero tampoco entendía el motivo por el cual no quería entrar, estaba prácticamente ganado.
—Además —continuó—, no tengo ni un duro, no sé cómo voy a pagar esa cantidad de dinero.
Al día siguiente de haberse producido la detención, cuando tenía cincuenta y cinco años y después de haber estado trabajando en la misma empresa durante más de treinta años, con un expediente brillante, le despidieron sin más. Su empresa le juzgó justo en el momento de la detención, no le hizo falta ninguna prueba, simplemente con un mero indicio, fue despedido de un plumazo, viendo truncada su vida en segundos, por lo que tan sólo cobraba una pequeña cantidad por desempleo de cuatrocientos veintitrés euros para poder vivir junto con su madre, y para el pago de la indemnización debería de pagar doscientos veinticuatro euros mensualmente durante veinticuatro meses, ya que también le conseguí que le fraccionaran la deuda.
—Entramos —le dije—, aunque es un muy buen acuerdo, tú sabes que yo quiero entrar a pelearlo, no te mereces una condena y lo puedo demostrar, Francisco.
—Mira, Belén, soy divorciado y vivo con mi madre de cien años. Ella está muy enferma, tiene alzhéimer y soy yo quien la cuida. No tengo a nadie, solamente a ella, y ella tan sólo me tiene a mí. Si yo voy a la cárcel, la meterán en una residencia y yo no quiero que eso suceda, no me lo perdonaría jamás. Yo la quiero cuidar como ella me cuidó a mí cuando yo era pequeño, ella me quitó a mí muchos pañales cuando era un enano y ahora soy yo quien quiero quitárselos a ella, y echarle sus cremitas en el culo para que no se escueza, y darle besos todos los días y decirla que la quiero y que la agradezco cada una de sus sonrisas. Eso me hace feliz y sé que a ella también, porque me lo demuestra en sus pequeños momentos de lucidez, con una sonrisa, con una caricia o con un simple gesto.
»Está muy mal, no sé cuánto durará, si una semana, un mes o un año, quizás dentro de dos días se muera, pero no puedo arriesgarme a entrar, quiero estar con ella hasta el final. Tengo que conformar por mucho que me duela aceptar algo que no he hecho, tengo que hacerlo por ella. Te puedo asegurar que si no tuviera a mi madre, entraríamos a juicio sin dudarlo, pero con mi madre así, tengo que aceptar la conformidad.
Sus palabras calaron tan dentro y profundamente de mí que no pude contener mis lágrimas, que disimulé como pude para volver a entrar a hablar con el fiscal y trasladarle la decisión de mi cliente de que estaba dispuesto a conformar.
Entramos en sala, hicimos todas las formalidades y salimos con una sentencia condenatoria, con la pena suspendida y con la seguridad de que Francisco podría cuidar a su anciana madre hasta sus últimos días.
Nos despedimos, nos dimos un fuerte abrazo, y nos pusimos los dos a llorar amargamente, incapaces de articular palabra, y salió de su garganta un gracias, y que no olvidaría todo lo que había hecho por él, por la forma en la que le había tratado y le había acompañado en este proceso tan doloroso. Yo le dije que la verdadera enseñanza me la había dado él a mí, y que me sentía privilegiada de haberle conocido.
Fue la conformidad más amarga que tuve jamás. Me fui con la rabia de no haber entrado a juicio, pero a la vez con alegría de ver que todavía existen personas que pueden hacer este tipo de cosas por AMOR.
Ha sido el acto de cariño más puro y bonito que jamás he presenciado. Amor incondicional en su estado más puro.
Una persona entrañable que jamás olvidaré, Francisco y que aún hoy nos llamamos para saludarnos y quedamos para vernos.
Su madre, como bien vaticinaba Francisco, murió tan solo cuatro meses después.
En el mes de octubre de 2016 Francisco me llamó para comunicarme que su madre había fallecido en el mes de julio, y que desde ese mes tuvo que dejar de abonar la deuda, y que estaba asustado, que le había llegado una comunicación del juzgado donde le decían que si no pagaba tendría que ingresar a la cárcel, ya que la pena de prisión se le había suspendido con la condición de que tenía que abonar en su integridad la indemnización a la que había sido condenado y que si esto se incumplía, ingresaría en prisión.
Yo por aquel entonces ya me había dado de baja en el turno de oficio, y en principio, ya no le podría llevar el asunto. El protocolo que debería haber seguido en ese momento era decirle a mi cliente que yo ya no era su letrada y que tenía que solicitar que le nombrarán un nuevo letrado para que pudiera contestar al requerimiento efectuado por el juzgado. Pero no lo hice, no le dije nada, pensé que ya había pasado por demasiadas situaciones difíciles y traumáticas y yo no iba a ser una más, otro largo y caprichoso recorrido administrativo y burocrático que le iba a dar más dolor. No me lo pensé ni un momento, le dije que me enviara ese mismo día toda la documentación que tuviera para hacer todo lo posible por solucionarlo.
En estos casos, al dejar de ser de oficio, yo actuaría como abogado privado, pero él nunca se enteró, yo sentía la obligación y la necesidad de ayudarle en todo lo que pudiera. Recabé toda la información, le estuve dando muchas vueltas al asunto para ver qué podía hacer para evitar que fuera a la cárcel, presenté un montón de escritos acreditando la insolvencia de Francisco y al final solicité que se requiriera la totalidad de la deuda a la empresa para la cual estaba trabajando mi cliente como responsable civil subsidiario.
En el mes de noviembre de 2016, me notificaron que la empresa había ingresado la totalidad de la deuda y que el procedimiento quedaba archivado.
Inmediatamente me puse en contacto con Francisco para darle la buena nueva. Por fin, le iba a comunicar algo bueno. Su gratitud fue inmensa, repitiéndome una y otra vez, que no sabía cómo me iba a agradecer todo lo que había hecho por él. Yo le dije que era mi trabajo, y para mí la mayor satisfacción era que, por lo menos, le había conseguido ahorrar unos euros, euros que le hacían mucha falta.
Quedaban un par de días para el día de Nochebuena de ese mismo año, cuando llamaron a la puerta y preguntaron por mí, era el cartero que traía un voluminoso paquete. Me resultó raro, ya que no había pedido nada. Cuál fue mi sorpresa cuando al abrirlo, descubrí una pata de jamón, una botella de whisky de una marca renombrada y un folio doblado por la mitad y pegado a los lados haciendo efecto de sobre que aún hoy he sido incapaz de abrir. El sobre en cuestión decía:
«Con todo mi cariño y agradecimiento para los reyes de tu hijo, regálale ilusión. Felices Fiestas. P.D: Perdona por el envoltorio, no tengo un sobre. Francisco».
No pude terminar de leerlo y me puse a llorar desconsoladamente y hoy, al recordarlo, no puedo evitar emocionarme.
Si evocamos al amor incondicional, seguramente que inmediatamente nos venga a la mente el amor de una madre hacia su hijo, es lo normal, un amor puro que no espera nada a cambio, pero cuando presencias lo contrario, es decir, ese amor lo ves de un hijo hacia su madre, te resulta cuanto menos conmovedor y se clava en la retina y en el alma.
Con lo que os quiero decir con esto es que no caigamos en la trampa de juzgar aunque ya hayan sido juzgados, no sabemos las causas y a veces las cosas no son las que parecen, por muy claras que parezcan.
Dedicado a con todo mi cariño a Francisco.
Falsas apariencias: película producida por Franchise Pictures.
Relato publicado previamente en el blog Crónicas de un Abogado de Oficio, Ficciones de la vida real, de la Asesoría Agemfis