Justicia gratuita, designación letrada y abuso del derecho. Consideraciones, balances y contrapesos

Begoña Castro Jover
Begoña Castro Jover
Vicedecana del ICAM. Abogada. Profesora asociada de Derecho Penal

Como es sabido, el derecho de defensa se encarna en dos dimensiones básicas: el derecho fundamental del detenido (art. 17 CE) y el del investigado o demandado (art. 24 CE), siendo ambos confluyentes en la esfera penal, aunque no exactamente con el mismo contenido, puesto que el ramillete de garantías del artículo 24 CE se focaliza, en definitiva, a la más ambiciosa culminación en pro de un juicio justo.

La libre elección de letrado e interdicción de la indefensión material son dos problemáticas sumamente tratadas en la jurisprudencia. Junto a ellas, el abuso del derecho en supuestos en que el derecho a la asistencia jurídica gratuita (art. 119 CE) tensiona otros derechos mediante el ejercicio antisocial (art. 7 del Código Civil y 11.2 LOPJ), teniendo en no pocas ocasiones la consecuencia de una laceración del derecho al proceso sin dilaciones de la parte contraria.

Ciertamente, el derecho a la asistencia jurídica gratuita de quienes carecen de recursos para litigar –interponiendo pretensiones u oponiéndose a ellas– está anudado a la tutela judicial efectiva, participando de ese derecho sacro en la justicia llamado derecho de defensa. De eso no cabe vacilación alguna.

La ausencia de recursos económicos y su consiguiente proyección en la libre elección de profesional de la abogacía sin duda conlleva un menoscabo muy sensible de los principios de contradicción y de igualdad de las partes que dificultaría sobremanera la posibilidad de alegación y prueba del propio derecho, o bien de la réplica a la posición actora. Por eso la Constitución contrapesa mediante el instituto de la justicia gratuita -siempre en búsqueda de la efectividad- ahí donde hay que poner el acento en el proceso: no basta el escrupuloso respeto a las reglas procedimentales, sino que ha de garantizarse la efectividad práctica del derecho, una garantía real y efectiva.

Ahora bien, el relativismo no resulta ajeno a esta esfera jurídica, siendo incluso necesario. Como acontece recurrentemente en el Ordenamiento, los derechos no son absolutos. El legítimo ejercicio a la justicia gratuita no constituye una suerte de carta blanca para el justiciable. El proceso civil y contencioso-administrativo tiene instaurado el sistema de condena en costas construido sobre el criterio del vencimiento y sin necesaria rogación. El proceso laboral, sin intervención letrada preceptiva en el primer grado, luego con matices, prevé solo la temeridad y con naturaleza sancionadora. En el penal, el sistema se balancea con la condena en costas, pues no estamos ante una sanción, sino ante un resarcimiento, regido por principios distintos al civil, sujeto a rogación, y con la declaración de oficio en caso de absolución, exceptuada por la apreciación de temeridad o mala fe en el ejercicio de la acusación particular. En definitiva, el proceso tiene sus respectivos filtros querulantes en las distintas jurisdicciones.

Por ello, cabe que el beneficio de la justicia gratuita sea revocado por el órgano judicial en casos de concurrencia de abuso del derecho y temeridad en la parte actora (art. 19.2 LJG), asidero previsto en la ley reguladora, en definitiva, para evitar que la justicia gratuita se use como parapeto o incluso camino perimetral para eludir la solución del legislador disuasoria del ejercicio de acciones infundadas, que no es otro que la condena en costas. Las reclamaciones baldías, tanto las iniciadas cuanto las mantenidas constante el proceso, puede dar lugar entonces a la revocación judicial del derecho por abuso, mala fe o fraude de ley en su ejercicio, con el consiguiente traslado a la Administración pública competente para la obtención del reembolso en su caso por la vía de apremio, de cuantas prestaciones se hubiesen obtenido como consecuencia del reconocimiento del derecho a litigar gratuitamente. Sin embargo esta circunstancia se suele entender mal por algunos comentaristas al entender el problema solo desde un prisma formalista, pues parte de una expectativa de derecho en términos absolutos, enarbolando para ello la tutela judicial efectiva de forma un tanto acrítica. En esta suerte de concesión suspensiva –luego condicionada al recto uso del derecho- no apreciamos laceración de la tutela judicial efectiva. Lo contrario, el absolutismo, nos conduce a caminos erróneos y abusivos, que laminan el propio sistema, pues queda de mejor condición el litigante que, sabedor del efecto neutro de la condena en costas pudiera tener, insta el ejercicio de derechos indiscriminados.

En esta senda, hemos de apelar al recto raciocinio del profesional del Turno, quien al socaire de los principios de libertad e independencia, puede y debe calibrar las posibilidades jurídicas de la pretensión ejercitada. No solo porque la acción –en el primer grado jurisdiccional– o el ejercicio del derecho al recurso puede ser temerario, luego solo guiado por el afán de quemar las oportunidades, como si la Administración de Justicia se configurara como un juego de azar donde se pueda y deba agotar recorridos en expectativa aleatoria, sino también por la responsabilidad que conlleva el abuso de los fondos públicos.

Como parámetros previos, no huelga recordar que el artículo 7 del Código Civil exige la buena fe en el ejercicio del derecho, y la doctrina jurisprudencial declara la prohibición del abuso en atención a que la prueba practicada en las actuaciones ha corroborado la ausencia de una finalidad seria y legítima de la parte procesal. Los elementos perfiladores se manifiestan en la siguiente concurrencia: a) uso de un derecho objetiva o externamente legal; b) daño a un interés no protegido por una específica prerrogativa jurídica; c) inmoralidad o antisocialidad del daño, manifestada en forma subjetiva (cuando el derecho se actúa con la intención de perjudicar o, sencillamente, sin un fin serio o legítimo), u objetiva (cuando el daño proviene de exceso o anormalidad en el ejercicio del derecho)[1]. En la vertiente estrictamente procesal, el artículo 247 LEC impone el respeto a las reglas de la buena fe, el cual ha de presidir todas las actuaciones forenses. Desde esta doble bifurcación del concepto de buena fe, aunada con los principios de libertad e independencia como garantía de efectividad del derecho fundamental de defensa (art. 6 EGAE/2021 y arts. 2 y 3 del Código Deontológico) debe desplegar su actuación el profesional del Turno designado.

La cuestión deriva a cómo y cuándo se puede determinar la concurrencia de ese abuso, planteamiento del debate que supera la formalista, sistemática e irreflexiva invocación del artículo 24 de la CE y su proteico derecho a la tutela judicial efectiva.

El número o la reiteración del ejercicio procesal, en sí mismo, no es motivo suficiente para denegar la asistencia jurídica gratuita, pero sí resulta un indicio relevante a considerar, al constituirse en un signo externo sobre la actitud, más que la aptitud. Piénsese que en el proceso civil, como regla general y salvo los supuestos de requisitos de procedibilidad insubsanables, el Tribunal no puede inadmitir ad limine una pretensión, pues lo contrario sería vulnerar el acceso a la jurisdicción por el mero hecho de reiterar pretensiones. Eso es cierto. El número de ocasiones que el justiciable hace uso del beneficio no es un parámetro aislado y con sustantividad propia para denegarlo, pues éste se constituye única y exclusivamente por la tenencia o carencia de patrimonio suficiente (art. 3 LJG). Hay que examinar otros factores, sin duda, pero la recurrencia ya es un signo de alarma de abuso. El sistema también filtra a través de los mecanismos de insostenibilidad (arts. 32 y ss LJG), pero éstos no siempre son efectivos por cuanto la evolución de los pronósticos del proceso también dependen de la fase probatoria y su resultado.

Así las cosas, reivindicamos un planteamiento más anclado en el sentido común. El razonamiento ha de empezar con los hechos mismos y la utilitas communis (utilidad pública). No hay que esperar al automatismo de la norma para entrar en la zona de la razón. Ante la proliferación del ejercicio de acciones por un sujeto beneficiario de justicia gratuita, ha de hacerse un examen de mayor calado sujeto a la pregunta reveladora: ¿haría lo mismo de no tener derecho a la justicia gratuita? Ahí radica, creemos, la respuesta que concita todas las posiciones.

El derecho a la justicia gratuita, entonces, no resultará ilimitado como planteamiento pues debe quedar modulado, entre otros supuestos, por la obligación del Tribunal anteriormente aludida de rechazar aquellas solicitudes que entrañen abuso de derecho o fraude procesal. Como nos recuerda el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, corresponde a los Tribunales decidir si los intereses de la justicia exigen dotar al acusado de un defensor de oficio (asunto Croissant c. Alemania de 25 de septiembre de 1992, § 29); criterio que reitera en Meftah y otros c. Francia [GC], § 45, de 26 de julio de 2002; Mayzit c. Rusia, § 66, de 20 de enero de 2005; Klimentïev c. Rusia, § 116, de 16 noviembre de 2006; Vitan c. Rumania, § 59, de 25 marzo de 2008; Pavlenko c. Rusia, § 98, de 1 de abril de 2010; Zagorodniy c. Ucrania, § 52, de 24 de noviembre de 2011; y Martin c. Estonia, § 90, de 30 de mayo de 2013).

No hay mejor defensa del derecho a la justicia gratuita, conquista indudable del Estado de Derecho, que su uso legítimo, esto es, dentro de sus propios límites, contornos y finalidades, tributarios todos de las exigencias del sentido común emanado de los hechos. La lógica formal derivada de la tutela judicial efectiva, por sí misma, no puede resultar un parapeto de abuso. En ello también radica no solo la funcionalidad, sino también la credibilidad del sistema: el recto uso de los contrapesos.


[1] vid. STS, Sala Primera, 1158/2008, de 19 de diciembre, entre muchas

Begoña Castro Jover
Begoña Castro Jover
Vicedecana del ICAM. Abogada. Profesora asociada de Derecho Penal

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