La biblioteca de Babel que imagina Borges contiene todos los libros que es posible escribir y causa fascinación y espanto: «La Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden». Me recuerda a nuestra legislación, también ingente y azarosa. Recientemente los medios señalaban casos grotescos de esa confusión: una ley que derogaba la Constitución o dos leyes que daban, el mismo día, distinta redacción al mismo artículo de otra Ley. Estos errores son un síntoma de una grave enfermedad que afecta a nuestra legislación.
La mala salud de nuestras leyes es preocupante porque nuestra organización social, política y económica se basa en el Derecho. Ser un Estado de Derecho -como proclama el artículo 1 de la Constitución- consiste en que todos, incluso el poder, nos sometemos a unas leyes de origen democrático que se aplican de forma objetiva. Para que eso sea posible se requiere una arquitectura institucional que impida los abusos a los que de forma inevitable se inclina el poder. En particular exige un poder judicial independiente y un poder legislativo elegido democráticamente que elabore las leyes siguiendo un procedimiento que garantice su calidad; también que se respete la seguridad jurídica, lo que requiere leyes cognoscibles, claras y estables.
Estamos, por desgracia, cada vez más lejos de ese ideal. Un primer problema es la enorme cantidad de normas. Cada año los boletines oficiales del Estado y Comunidades Autónomas suman alrededor de un millón de páginas. Ni el más estudioso de los juristas puede llegar a leerlas, ni Funes el memorioso (por seguir con Borges) podría recordarlas. Mientras, nuestro Código Civil sigue diciendo que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento.
Pero hay más. Estudios recientes (Mora-Sanguinetti y el mismo y Soler) descubren no sólo que el número de normas va creciendo cada año, sino que crece su oscuridad y complejidad. Existen programas que miden la legibilidad y comprensibilidad de cualquier texto, y que muestran que la normativa es poco comprensible y que lo es cada vez menos. Los autores miden la complejidad por el número de referencias a otras leyes que contiene cada nueva ley y la media es de 11: es decir que para poder conocer los efectos de cada una de las 10.000 normas sectoriales que se publican cada año, se tienen que poner en relación con otras 11. Esto supone también una tremenda inestabilidad normativa: la regulación está cambiando permanentemente, lo que obliga a particulares, empresarios y administraciones a modificar sus procedimientos. Por ejemplo, la Ley Concursal ha sido objeto de casi 40 modificaciones desde 2003 y el Código Penal -que debería ser estable por cómo afecta a los derechos de los ciudadanos- nada menos que 17 desde 2021 (!).
Hasta aquí lo que se puede medir cuantitativamente. Pero también hay casos cualitativamente alarmantes. La llamada ley del sólo sí es sí, que pretendía endurecer las penas por delitos sexuales, termina produciendo la excarcelación anticipada de agresores. Un estudio de ESADE muestra cómo la ley catalana destinada a limitar las rentas de alquiler ha tenido como consecuencia el aumento de precios de los alquileres más baratos y una reducción del 10% en la oferta, incrementando las dificultades de alquilar para los colectivos que se pretendía proteger. Lo más grave es que después de esta experiencia, el Gobierno haya promovido una Ley de Vivienda estatal parecida. No son los únicos efectos indeseados: una defectuosa norma sancionadora de la ley trans puede impedir que los jóvenes más vulnerables reciban el tratamiento psicológico o médico que necesitan. La razón es que estos profesionales temerán ser condenados hasta a tres años de inhabilitación y 150.000 euros de multa, por ejemplo si recomiendan a jóvenes con disforia de género el tratamiento de espera atenta -por el que han optado recientemente los servicios sanitarios de Finlandia, Suecia, Reino Unido o Noruega-.
Una legislación ingente, compleja, técnicamente deficiente e inestable produce gravísimos daños a nuestra seguridad, libertad y prosperidad. Supone un enorme coste para empresas, que tendrán que gastar dinero en asesoramiento jurídico y mucho más en adaptar sus procesos de producción o actuación a las nuevas reglas. Si tenemos en cuenta que además el 90% de la legislación sectorial es autonómica, tendrán que adaptarlos a todas las comunidades autónomas en las que desarrolle su actividad. Varios estudios demuestran que la complejidad regulatoria reduce el número de empresas, sobre todo las medianas. Es decir, que el coste de adaptarse a nuevas reglas al ampliar el mercado impide el crecimiento. Si tenemos en cuenta que las empresas pequeñas son mucho menos productivas que las grandes, quizás empecemos a entender por qué España tiene un grave problema de competitividad.
La profusión y complejidad normativa dificulta también su aplicación a las administraciones y a los jueces que han de dirimir los litigios. La continua reforma de las leyes impide que se cree la jurisprudencia que complementa la ley al permitir aclarar las dudas que siempre surgen en su aplicación. Todo ello hace las relaciones menos previsibles, y reduce la actividad económica, la competencia y la riqueza.
¿Por qué han crecido y empeorado tanto las leyes? Se podría pensar que la economía cada vez más compleja y cambiante es la razón. Pero las notables diferencias entre comunidades autónomas tanto en número como en complejidad, y el hecho de que afecte a normas tan poco tecnológicas o económicas como el Código Penal apunta a que influyen más los factores políticos.
Un examen de la actividad del parlamento nacional confirma que el problema está en el proceso de producción normativa y es de origen político, como han explicado recientemente el letrado de Cortes Ignacio Astarloa y el catedrático Manuel Aragón.
Recuerda Astarloa que el procedimiento legal ordinario está diseñado para que las leyes partan de «proyectos sólidos elaborados por el Gobierno, sometidos a la audiencia atenta de los consejos asesores (Consejo de Estado, Consejo General del Poder Judicial, Consejo Económico y Social), con participación de expertos e implicados en cada materia, reflexión detenida, deliberación parlamentaria pública, contraste plural y explicación pública de los motivos de cada norma en la sede de la representación».
Nada de esto se cumple hoy. En primer lugar, porque las leyes ya no las hace el Parlamento, sino el Gobierno a través de decretos leyes. Esto supone que no se sigue el procedimiento legislativo que debe garantizar su calidad: no hay informes, ni participación, ni deliberación, sólo una convalidación apresurada posterior en el Parlamento. Un procedimiento excepcional limitado a casos de extraordinaria y urgente necesidad se ha convertido el procedimiento ordinario. A ello ha contribuido una doctrina del Tribunal Constitucional que amplía extraordinariamente el concepto de urgente necesidad (como la reciente 169/2023). Hasta 2010 se dictaron más de cuatro leyes por cada decreto ley. De 2016 a 2021 lo excepcional se ha convertido en la regla, y los decretos leyes casi duplican el número de leyes.
El Ejecutivo no respeta al Parlamento, pero es que éste tampoco respeta sus propios procedimientos. Por ejemplo, con cada vez más frecuencia el grupo parlamentario del Gobierno presenta como proposiciones de ley lo que debería tramitarse como proyectos, para evitar los informes de los órganos consultivos. Se abusa de los procedimientos de urgencia, de manera que se reducen los plazos para informes y comparecencia de expertos, degradando la calidad de las normas.
Otra práctica que perjudica enormemente a la calidad y claridad de la ley son las llamadas leyes ómnibus, es decir, que contienen materias totalmente dispares. Por citar una de esta misma semana, las 167 páginas de la Ley 11/2023 regulan, entre otras muchas cosas, la accesibilidad a cajeros automáticos, el protocolo notarial electrónico y la responsabilidad por daños nucleares. Esto impide un tratamiento coherente por las comisiones del Congreso, que están especializadas por materias. También hace la legislación mucho más confusa y compleja.
Estos defectos a veces se combinan, creando monstruos, como los decretos-leyes ómnibus, que acumulan todos los vicios. Se cita como ejemplo el RDL 8/2014 que en 170 páginas incluía medidas fiscales, laborales, culturales, militares, industriales, de energía, sobre turismo, navegación (por tren, mar y aire), una exposición de Picasso y del terremoto de Lorca… Lo que motiva su abuso no es solo la desorganización: al mezclar cuestiones urgentes y necesarias con otras que no lo son, se hace más difícil a los grupos contrarios rechazarlas en la convalidación. Además abundan decretos leyes que modifican anteriores, unos convalidados, otros que se están tramitando como proyectos de ley. Esto hace casi imposible la armonización y no es de extrañar que se produzcan sonrojantes contradicciones.
La falta de respeto del Parlamento a su función se refleja también en la desaparición de la verdadera deliberación. El Parlamento se ha convertido en un escenario en el que determinados políticos llevan frases preparadas para convertirse en titulares, sin ningún interés en aportar mejoras a las normas.
A pesar de la desaforada actividad y gracias al caos descrito, España tiene el deshonor de ser el país de Europa más sancionado por trasponer tarde y mal las directivas europeas (como señala este reciente informe de la Fundación Hay Derecho).
La situación, por tanto, no es inevitable sino consecuencia de una forma de hacer política que afecta a los sucesivos Gobiernos y al propio Parlamento. La triste realidad es que los partidos a menudo no pretenden hacer normas que sirvan a la convivencia, sino sobre todo sacar un titular. Las leyes tienen la ventaja frente a otras medidas de que apenas suponen gasto presupuestario, por lo que se puede presumir de «tomar medidas» y que sea gratis. Como en la ley del sólo sí es sí, en la que importaba más que cambiaran la nomenclatura que los efectos reales. Pasará también con la Ley de Vivienda que, presumiendo de proteger a los inquilinos, favorecerá a los que ahora tienen un contrato vigente pero perjudicará a todos los que quieran alquilar en el futuro. Lo que cuesta poco al Estado inicialmente termina saliendo carísimo a todos en costes de adaptación y pérdida de seguridad jurídica.
La solución a la Babel normativa no es fácil. Se puede proponer alguna reforma, como requerir los informes de los Consejos consultivos en las proposiciones de ley. Pero el problema no está en nuestro sistema sino en el uso desleal del mismo. Igual que no basta con cumplir la letra del contrato, sino que hay que actuar de buena fe, en el ámbito público nada funcionará sin lealtad institucional. El Gobierno no puede abusar del decreto ley, el Parlamento debe respetarse a sí mismo y evitar la perversión de los procedimientos, el Tribunal Constitucional debe defender decididamente la labor parlamentaria. Y los ciudadanos tenemos que exigir, cada día con nuestra voz y cuando toca con nuestro voto, respeto a las instituciones.
Segismundo Álvarez es notario de Madrid y Presidente de la Fundación Hay Derecho
Artículo originalmente publicado en The Objective