Los servicios públicos han tenido un protagonismo enormemente destacado durante la pandemia. De hecho, buena parte de las medidas adoptadas por los poderes públicos para la gestión de la crisis sanitaria producida por el COVID-19 y la propia declaración del estado de alarma por el Gobierno de la Nación han tenido por objeto garantizar la continuidad en la prestación de los servicios públicos a los ciudadanos con un razonable nivel de calidad y eficacia.
El Sistema Nacional de Salud (SNS), joya de la corona de nuestro Estado social, ha sido sometido a una tensión sin precedentes. Como nunca antes en su historia. Durante los días más amargos de marzo y abril, en los que miles de nuevos contagiados inundaban los servicios de urgencias y los fallecidos se contaban al día por centenares, el SNS se acercó peligrosamente en algunas zonas geográficas a los umbrales del colapso.
El ámbito asistencial hospitalario ha resistido la prueba con aceptable eficacia gracias a la solidez de sus estructuras y a la profesionalidad de su personal facultativo. Como casi siempre sucede en España, hemos exhibido gran pundonor en los comportamientos individuales y demostrado notable capacidad de improvisación de soluciones de emergencia. No tanto en planificación, previsión a largo plazo y organización.
Sin embargo, donde el sistema ha evidenciado más graves deficiencias es en su faceta preventiva y de salud pública, así como en sus instrumentos de coordinación interterritorial.
La transferencia generalizada de las competencias gestoras en materia de salud a las CC.AA., culminada en 2002, no solo ha implicado la progresiva destrucción de las estructuras administrativas del Ministerio de Sanidad (con el otrora poderoso y eficiente INSALUD a la cabeza) sino, sobre todo, el abandono de una verdadera política nacional de salud pública.
Al igual que sucede con otras políticas públicas, las CC.AA. no acaban de asumir como propias ciertas tareas y funciones estratégicas distintas de la pura gestión, con frecuencia por falta de perspectiva y masa crítica, pero éstas tampoco se retienen por la Administración General del Estado, que carece de estructura, recursos y motivación para ello. Se generan así una suerte de competencias mostrencas, es decir, tareas o funciones administrativas cruciales (de coordinación política, planificación estratégica, regulación e internacionales) de las que ninguna Administración se ocupa realmente ni se siente responsable.
Ello sucede, claramente, con la política de salud pública. Un simple análisis de la estructura orgánica, medios humanos (RPT) y recursos presupuestarios de la Dirección General de Salud Pública, Calidad e Innovación del Ministerio de Sanidad (a la que compete —supuestamente— “…monitorizar los riesgos para la salud pública en coordinación con los organismos implicados y realizar las evaluaciones de riesgo oportunas…”, “…realizar la coordinación internacional en el ámbito de las enfermedades transmisibles y de las situaciones de emergencia de salud pública..” y la titularidad de las competencias sobre sanidad exterior) pone de relieve con toda crudeza esta circunstancia Y mucho más aún en el caso del fantasmagórico (administrativamente) Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, adscrito a la referida Dirección General. Este Centro, referente mediático obligado durante la crisis, en realidad no es más que una pequeña unidad administrativa infradotada (en todos los sentidos) dentro de un Ministerio que, en estas funciones, es poco más que un cascarón vacío. Una mera sombra administrativa de la estructura organizada y eficiente que fue en su día.
Esta debilidad administrativa ha tenido otras importantes consecuencias. La atribución al Ministerio de Sanidad del mando único sobre el conjunto del SNS (es decir, sobre “…todas las autoridades civiles sanitarias de las administraciones públicas del territorio nacional, así como los demás funcionarios y trabajadores al servicio de las mismas…” que quedarán bajo sus “…órdenes directas…”), como estableció enfáticamente el artículo 12 del Real Decreto 463/2020 por el que se declaró el estado de alarma, ha sido mucho menos eficaz de lo necesario (al igual que ha sucedido en otros ámbitos de gestión pública). Y ello se ha debido, esencialmente, a la notoria ausencia de los instrumenta regna imprescindibles para poder asumir tales poderes. Sin una estructura administrativa adecuada y robusta, dotada de altos funcionarios especializados y bien preparados, con engranajes de dirección y coordinación eficientes, la asunción de un mando único deviene en algo puramente nominal.
El pobre espectáculo que se ha ofrecido por el Ministerio de Sanidad (Autoridad delegada del Gobierno en el estado de alarma) en la coordinación con las autoridades de las CC.AA., en la movilización de los recursos asistenciales del sector privado, en los procesos de compra pública de material sanitario y el que —aún hoy— sigue ofreciendo con los servicios de sanidad exterior en las fronteras (manifiestamente insuficientes) constituye una evidente manifestación de este fenómeno. Es decir, del lamentable proceso de desapoderamiento y descapitalización de las sólidas instituciones del Estado antes gestoras de los grandes servicios públicos.
Ahora que tanto se habla de política sanitaria y de las imprescindibles reformas que se han de emprender en este terreno, será conveniente reflexionar a fondo sobre esta cuestión y plantearnos con decisión la necesaria reconstrucción de una Administración estatal de salud pública.
Otros servicios públicos esenciales (prestados directamente, regulados o con fuerte intervención administrativa) han demostrado gran robustez y eficacia durante estos difíciles meses de confinamiento.
Los servicios de seguridad nacional, emergencias y protección civil, principalmente las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, las redes y servicios de telecomunicaciones (tensionadas enormemente en este tiempo), la producción y suministro de energía, la industria y distribución alimentaria y farmacéutica, con su correspondiente sistema logístico, los servicios financieros, etc., han superado muy brillantemente el difícil test. Demostrando, una vez más, que la economía y la estructura productiva española es considerablemente sólida y que estos servicios esenciales para los ciudadanos se prestan a la altura de los estándares de calidad más elevados del mundo civilizado. Un claro motivo de orgullo.
Finalmente, los servicios públicos prestados en régimen de colaboración público-privada (es decir, las tradicionales concesiones de infraestructuras, transportes, servicios públicos locales, servicios sociales, etc.) han sido sometidos también a un estrés sin precedentes en este tiempo. Los operadores privados de estos servicios públicos se han visto en la obligación de continuar prestándolos en condiciones de extrema dificultad, si bien con la demanda prácticamente desaparecida en muchos casos (p.ej. transporte de viajeros o infraestructuras viarias) o gravemente mermada (v.gr. servicios públicos locales). Es decir, sin suficientes ingresos para sostener las concesiones.
Las medidas legislativas de urgencia adoptadas por el Gobierno para dar respuesta a esta situación (que está muy lejos de haber concluido), contenidas principalmente en el artículo 34 del Real Decreto-Ley 8/2020, han sido erráticas y muy poco afortunadas. Han introducido aún mayor confusión e inseguridad jurídica que la que existía antes de su adopción y abocan a los operadores del sector a un largo periplo de reclamaciones, negociaciones y litigios con las Administraciones públicas en los próximos años. Incluso con previsibles derivadas jurídicas internacionales.
Un comportamiento escasamente responsable en el contexto actual de fuerte sobreendeudamiento del Estado en el que la reconstrucción económica pasará por el relanzamiento y modernización de los grandes servicios públicos con inversiones sustentadas en proyectos de colaboración público-privada, señaladamente en el ámbito de la salud y los servicios sociales.
Por Alberto Dorrego de Carlos. Presidente de la Sección de Derecho Administrativo del ICAM. Socio de Eversheds Sutherland. Letrado de las Cortes Generales (excd.)